“En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas en este oficio: monarcas, ministros, burócratas, parlamentarios, periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. La historia de las revoluciones es, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos. La sociedad no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente como algo definitivo las instituciones a que se encuentra sometido. Han de sobrevenir condiciones completamente excepcionales, independientes de la voluntad de los hombres o de los partidos, para liberar del espíritu conservador a los descontentos y llevar las masas a la insurrección. Por tanto, esos cambios rápidos que experimentan las ideas y el estado de espíritu de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revé, de su profundo conservatismo. El rezagamiento crónico en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionaros engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las pasiones que a las mentalidades policíacas se les antoja fruto puro y simple de la actuación de los ‘demagogos’. Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de su clase tiene un programa político, programa que, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento, no es la caldera ni el pistón, sino el vapor.”
León Trotsky
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